jueves, 27 de agosto de 2020

Alfa y Omega

 Siempre es bueno volver a los inicios. Conseguí lo que quería. Conseguí focalizarme y después de mucho tiempo estoy luchando en muchos frentes distintos, contra gigantescos molinos. Podríamos decir que esos molinos me molestan y que enturbian mi camino, pero siempre me ha gustado más apretar los dientes y enfrentarme contra el enemigo que agachar la cabeza y aguantar. 

Así que vuelvo aquí, con ánimo distinto para hablar de esto y de aquello. Sin intentar invertir más tiempo del que dispongo pero para dar alas y hablar de mis proyectos e intrigas literarias. 

Hoy estamos aquí para ver otro principio... «uno más», diréis... y podéis tener razón. 

Os dejo con un fragmento que me gusta de una novela cuya primera parte he acabado hace poco, la novela se llama «La Historia de los Cuatro» y ya os he hablado en alguna ocasión aquí y volveré a hacerlo. Es del primer capítulo, allá va:



Dejó pasar las horas contemplando el mar hasta que el eterno ocaso lo atrapó en sus redes de luz anaranjada y rojiza. El barco se detuvo al poco, echó ancla en un mar que parecía una balsa de aceite, ni un hálito de viento mecía la quilla o inflaba las velas recogidas. Una inmensa quietud se apoderó de todo, a la vez que una lágrima recorría la mejilla de Matheos al recordar el final de la Historia. Cuando el Sol se escondió por fin, zambulléndose sin escrúpulos en las azules aguas del océano, los marineros encendieron los faroles de la nave, dotando la cubierta con una luz fantasmagórica. A Matheos le recordó a una de sus primeras hogueras de campamento con sus amigos, al inicio de su viaje, cuando creyó ver los rostros de sus antepasados danzando en las llamas.